Columnista
Ojo Crítico
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Rodolfo Cerdas Politólogo 08:16 p.m. 10/04/2010
Mucho me temo que se han ido perdiendo los puntos de equilibrio en nuestra sociedad. En lo social, hay una pobreza estancada que abre el abismo de la miseria a una población altamente vulnerable. En lo político, los discursos y promesas no han podido ocultar la concentración del poder real en sectores plutocráticos, bajo la creciente hegemonía de banqueros y financistas. En lo cultural, la violencia verbal y el ansia de aniquilar al disidente y a quienes piensan, lucen o actúan diferente, ha ido sustituyendo el espíritu tolerante y el respeto al prójimo.
Envuelta en una confusa ofensiva contra la posible instauración del carácter laico y no confesional del Estado, un espíritu de persecución contra los homosexuales, los defensores y defensoras de los derechos de la mujer y los derechos humanos, se ha empezado a desbordar en una discusión en la que nadie escucha a nadie y deviene inconducente. Esto, lejos de contribuir a aclarar el rumbo en una época de confusión y desconcierto, anubla más el camino, sumando a los graves temas sociales, económicos y políticos, la variable de las relaciones Iglesia-Estado y el alcance de las libertades públicas, los límites de lo religioso y lo laico, y el derecho concreto y real de cada ciudadano de creer o rechazar las prédicas más o menos fanáticas que se gritan por radio y televisión.
Insultar al señor Presidente por sus justas opiniones sobre el debido respeto a los homosexuales, cuestionar su vida privada y arrogarse el derecho de lanzar dudas sobre ella, es una calumnia, una infamia y una cobardía. Cuestionar el derecho a la existencia de quienes no creen en Dios, es retroceder a la peor época del oscurantismo y abrir la puerta a las persecuciones. Primero los ateos; pero luego –por qué no, en esta lógica diabólica–, ¿los que osen negar a Cristo, la validez de los Evangelios, la divinidad de la Virgen María y su ascensión al cielo, la transubstanciación en la Eucaristía, o la Santísima Trinidad? Esto, para algunos, sería anatema, blasfemia y herejía, aunque allí se ubique la mayoría de la humanidad, entre otros, judíos, budistas, protestantes y musulmanes. Es un despeñadero que aniquila la cohesión social de cualquier pueblo.
Esas brutales descalificaciones, en un mundo en que nadie puede tirar piedras, sirven para un cocido y para un fregado. Hoy, con tanto tejado de vidrio, separar Iglesia y Estado es una necesidad y la mejor enseñanza de nuestra historia. Hay que retornar a la racionalidad y al diálogo sereno. Retroceder a la hoguera de la Santa Inquisición, o a un neofascismo confesional, como quisieran algunos, es dañar la paz social, el Estado, la sociedad civil y la democracia.
Tomado del periódico La Nación de Costa Rica.
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