Zona Franca
Mubarak: triste y solitario final
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Mubarak: triste y solitario final
Esteban Gil Girón(*)
La manera irracional y enfermiza con la que hasta último momento Hosni Mubarak se aferró a su cargo pone nuevamente sobre el tapete el tema de la psicopatología que engendra cierto estilo de practicar el poder.
La historia es milenaria y repetida, los ejemplos incontables y su corolario transita intacto a través de los siglos: las últimas víctimas del poder son quiénes lo han ostentado.
Su posesión incluye curiosas connotaciones, no solo para quiénes lo detentan, sino que alcanzan también a los que se mueven en su entorno.
Cuentan que cuando Kissinger, en compañía de Richard Nixon y sus respectivas esposas, visitaron a Mao Tse Tung, el chino se mostró admirado por la belleza de Nancy, la mujer del primero, al punto que haciendo gala de aquella franqueza brutal que reinaba sobre sus actos desembuchó con curiosidad infantil: ¿Cómo es posible que una mujer esbelta y guapa como ella se haya fijado en un tipo gordo y feo como usted?
“El poder, su excelencia, es el elixir que emana del poder, que a ratos hasta se convierte en afrodisíaco”, documentó un abochornado Henry con sonrisa a media asta.
Empero, más allá de lo anecdótico, nada eclipsa la naturaleza oscura del poder, cuyos afanes están anclados en lo más profundo de la condición humana. Finito y ocasional, su posesión enferma, fascina y aturde. Su ejercicio absoluto y prolongado deforma la mente, trastoca los sentidos, retuerce la realidad y transgrede la razón.
Pareciera que bajo la aguda sensación de mando, el cerebro es objeto de cierto impacto bioquímico que supone liberación de epinefrina y otras sustancias, cuyo efecto pormenorizado aun la ciencia desconoce. Se sospecha, en todo caso, que ese tipo de descargas disparan el ego y explican buena parte de las actitudes del déspota.
Los romanos lo intuían…
Por eso cuando en tiempos de la República, a lo largo de una prolongada ceremonia el Concilius Plebis coronaba los Tribunos, quienes como contrapoder de los Cónsules defendían los derechos de los plebeyos, un asistente parado al lado del ungido tenía la misión de quitarle fugazmente la corona y recordarle que era “solamente un hombre”´, y acto seguido volvía a colocársela. El rito tenía como objeto conjurar desde el principio los frecuentes abusos de quienes ocupaban ese cargo.
Y ese fue precisamente el gran problema de Mubarak quien, al igual que algunos de aquellos desaprensivos tribunos romanos, terminó olvidándose que simplemente era un hombre…
( www.estebangil.com
Tomado del periódico Diario Extra de Costa Rica.
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