EDITORIAL
Delegados presidenciales
Los legisladores de la fracción gubernamental pretenden tener injerencia en el nombramiento de los representantes presidenciales
El amplísimo ámbito de influencia del Poder Ejecutivo hace dudar de la necesidad del programa que los legisladores oficialistas insisten en resucitar
08:17 a.m. 13/07/2010
Diputados oficialistas ponen el grito en el cielo porque el plan de delegados presidenciales excluye su participación en el nombramiento de esos funcionarios. La exclusión es sana aun si se admite la necesidad del programa, cuya resurrección suscita importantes dudas.
La injerencia de los congresistas resultaría, en muchos casos, en el nombramiento de amigos y fieles partidarios, en lugar de personas realmente capaces de servir de vínculo entre las comunidades y el Poder Ejecutivo. Serán activistas políticos, en el mejor de los casos, y agentes del clientelismo, en el peor. La experiencia no permite hacer otro pronóstico. Basta recordar la reciente revelación del escandaloso número de familiares nombrados como asesores parlamentarios. Si a los familiares se les añadiera otros tipos de relaciones, como las de amistad y partidismo, el componente de idoneidad se vería muy reducido.
“Nosotros tenemos nuestros compromisos en cada cantón para nombrar personas que conocen las necesidades de la zona”, dice la diputada María Julia Fonseca, una de las más vehementes defensoras de la injerencia del Congreso en los nombramientos. La cándida confesión de “compromisos” preexistentes, aunque calificada por el difuso requisito de conocer las necesidades locales, conduce a preguntar si la reapertura del programa de delegados se hace para facilitar el cumplimiento de esas obligaciones o si responde a legítimas necesidades de la Administración. Los legisladores oficialistas, después de todo, son los principales responsables de la resurrección del programa, cuyos frutos del pasado no se hacen evidentes.
Los legisladores argumentan un conocimiento superior del tipo de dirigente necesario en las zonas cuya representación ostentan, pero eso implica una pobre valoración de las capacidades del Ejecutivo. Ningún rincón del país escapa a la presencia del Gobierno y sus instituciones y pocos ministerios carecen de alcance nacional.
El amplísimo ámbito de influencia del Ejecutivo más bien hace dudar de la necesidad del programa de delegados presidenciales. ¿Llegarán esos funcionarios a conocer las necesidades insatisfechas en el campo sanitario mejor que los técnicos del Ministerio de Salud? ¿Sabrán más que Seguridad Pública sobre el desenvolvimiento de la delincuencia y las limitaciones humanas y materiales para combatirla? ¿Asesorarán a Educación Pública sobre las posibilidades de éxito de sus programas?
Si el problema comunal alcanza altos niveles de seriedad, la respuesta tampoco estará en los delegados, carentes de capacidad de negociación para comprometer al Ejecutivo en asuntos de envergadura. Será el Ejecutivo, en niveles superiores de decisión, el llamado a enfrentar la crisis.
Con todo, si la necesidad en verdad existe y hay funciones concretas imposibles de ejecutar mediante los recursos disponibles en el Gobierno, corresponde al Poder Ejecutivo justificarlo, revelar las condiciones exigidas de los futuros delegados y dar transparencia a los procedimientos de selección. Con el paso del tiempo, corresponderá también al Ejecutivo rendir cuentas sobre los resultados y sopesarlos frente a los gastos incurridos.
Pero la primera condición para la reactivación del programa es evitar el riesgo de crear, a costas del Estado, una estructura política dedicada al clientelismo y comprometida con la fracción oficialista del Congreso. Son demasiadas las posibilidades de interferencia con la labor técnica de las dependencias gubernamentales, amén de la duplicación de esfuerzos, el desperdicio de recursos y la incubación de prácticas inconvenientes, que deben ser desterradas.
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Tomado del periódico la Nación de Costa Rica.
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