ColumnistaRodolfo Cerdas |
Ojo Crítico
Politólogo
La inconformidad con las obras públicas en concesión, es notoria. Cuando se ve la lista, que incluye desde la frustrada cárcel en Guácimo hasta esa carretera carísima a Santa Ana (bella, claro, donde están las casetillas de cobro), la racionalidad de la ley y de esa política no se entienden, como no sea el favorecer a empresas que merecerían, como castigo por su pobre desempeño, trabajar para clientes privados exigentes y no para el Estado costarricense, socio complaciente.
Se partió del falso supuesto privatizador de que el Estado, por definición, es ineficiente, mientras que la empresa privada no. Si fuera cierto, nuestros liberales habrían fracasado en la construcción del ferrocarril, colegios, escuelas, puentes y carreteras que habilitaron al país. Igual nuestros socialdemócratas, con la construcción de las represas del ICE y las ciudadelas de Hatillo, etc.
Lo que pasó es que, con la corrupción política de fines del siglo XX, la construcción de obra pública se convirtió en un negocio turbio, que ni creaba obra ni servía al interés nacional. Conforme a la ideología en boga, pareció mejor que las hiciera la empresa extranjera por el sistema de concesión. Se traería capital fresco, tecnología avanzada, el know how y, luego de muchos años de recuperar su inversión, la devolverían al Estado. Nada resultó así. Primero, las obras son iguales o peores a las que hizo el Estado cuando se corrompió; nunca están a tiempo y siempre son más caras. Segundo, el capital lo acabó consiguiendo el Gobierno con la banca –nacional o extranjera–, sirviendo de garante y hasta de mandadero de los concesionarios. Y pese a que no ponen el dinero, sino que se les consigue, sus costos son leoninos y sus beneficios eternos, con réditos que se los desearan los más voraces especuladores de Wall Street.
Ahora se ofrece pagar las prestaciones a los muelleros de Japdeva (¢15.000 millones), más $137 millones para que se vayan y permitan la concesión. Está muy raro. Ni San Nicolás es tan generoso. Igual extraña el rechazo de la propuesta de Ottón Solís de que se invierta esa plata –y la que se pueda conseguir, como ya se ha hecho, con la banca– en modernizar los muelles, mientras se da la concesión de un nuevo muelle en Limón. Además, visto su éxito, ahora el Gobierno hasta quiere dar en concesión el nuevo tren. Dios nos agarre confesados.
Todo esto asusta, y mucho. Si don Ricardo Jiménez rechazó (“por no saber cuál era el negocio”) una oferta privada de sembrar gratis árboles a la orilla de la línea del tren a Puntarenas, en esta superpiñata tampoco se sabe dónde está el “business”, ni quiénes son tan generosos con nuestros bolsillos.
Sin tardanza, hay que reevaluar y revisar desde su raíz la Ley de concesiones.La Ley de Concesiones se degenero, basado el gobierno en una premisa que todo los estatal es malo, corrupto, ineficiente, entonces hay que privatizarlo, esta ley se debe emplear inteligentemente, en determinadas obras públicas, que realmente beneficien al pueblo y no dar solo los negocios rentables y cautivos a las empresas extranjeras, los negocios estratégicos deben seguir bajo propiedad del estado costarricense, de lo contrario nos vamos a convertir en "inquilinos en nuestro propio país" como dijo Pepe Figueres.
Lic. Félix Domínguez
27/09/09 06:48
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